Entrevista con Michel Wieviorka[i],
traducción de Mirta Segoviano (modificada Horacio Potel) en El siglo y el
perdón seguida de Fe y saber.- 1ª. ed., Buenos Aires, Ediciones de la Flor,
2003, pp. 7-39. Edición digital de Derrida
en castellano.
El perdón y el arrepentimiento están desde hace tres años
en la base del seminario de Jacques Derrida en la École des hautes études en sciences
sociales. ¿Qué significa el concepto de perdón? ¿De dónde viene? ¿Se impone a
todos y a todas las culturas? ¿Puede ser trasladado al orden de lo jurídico?
¿De lo Político?¿Y en qué condiciones? ¿Pero, en ese caso, quién lo concede?
¿Y a quién? ¿ Y en nombre de qué, de quién?
Michel Wieviorka. Su seminario trata acerca de la cuestión
del perdón. ¿Hasta dónde se puede perdonar? Y el perdón, ¿puede ser
colectivo, es decir, político e histórico?
Jacques Derrida. En principio, no hay un límite para
el perdón, no hay medida, no hay moderación, no hay “¿hasta dónde?”. Siempre
que, evidentemente, acordemos algún sentido “propio” a esta palabra. Ahora
bien, ¿a qué llamamos “perdón”? ¿Qué es aquello que requiere un “perdón”? ¿Quién
requiere, quién apela al perdón? Es tan difícil medir un perdón como tomar
las medidas de estas preguntas. Por varias razones, que me apronto a situar.
1. En primer lugar, porque se mantiene el equívoco,
principalmente en los debates políticos que reactivan y desplazan hoy esta
noción, en todo el mundo. El perdón se confunde a menudo, a veces
calculadamente, con temas aledaños: la disculpa, el pesar, la amnistía, la
prescripción, etc., una cantidad de significaciones, algunas de las cuales corresponden
al derecho, al derecho penal con respecto al cual el perdón debería
permanecer en principio heterogéneo e irreductible.
2. Por enigmático que siga siendo el concepto de
perdón, ocurre que el escenario, la figura, el lenguaje a que tratamos de
ajustarlo, pertenecen a una herencia religiosa (digamos abrahámica, para
reunir en ella el judaísmo, los cristianismos y los islams). Esta tradición
-compleja y diferenciada, incluso conflictiva- es singular y a la vez está en
vías de universalización, a través de lo que cierto teatro del perdón pone en
juego o saca a la luz.
3. En consecuencia y éste es uno de los hilos
conductores de mi seminario sobre el perdón (y el perjurio)-, la dimensión
misma del perdón tiende a borrarse al ritmo de esta mundialización, y con
ella toda medida, todo límite conceptual. En todas las escenas de
arrepentimiento, de confesión, de perdón o de disculpas que se multiplican en
el escenario geopolítico desde la última guerra, y aceleradamente desde hace
unos años, vemos no sólo a individuos, sino a comunidades enteras,
corporaciones profesionales, los representantes de jerarquías eclesiásticas,
soberanos y jefes de Estado, pedir “perdón”. Lo hacen en un lenguaje
abrahámico que no es (en el caso de Japón o de Corea, por ejemplo) el de la
religión dominante en su sociedad, pero que se ha transformado en el idioma
universal del derecho, la política, la economía o la diplomacia: a la vez el
agente y el síntoma de esta internacionalización. La proliferación de estas
escenas de arrepentimiento y de “perdón” invocado, significa sin duda una
urgencia universal de la memoria: es preciso volverse hacia el pasado; y este
acto de memoria, de autoacusación, de “contrición”, de comparecencia, es
preciso llevarlo a la vez más allá de la instancia jurídica y más allá de la
instancia Estado-nación. Uno se pregunta, entonces, lo que ocurre a esta
escala. Las vías son muchas. Una de ellas lleva regularmente a una serie de
acontecimientos extraordinarios, los que, antes y durante la Segunda Guerra
Mundial, hicieron posible, en todo caso “autorizaron”, con el Tribunal de
Nuremberg, la institución internacional de un concepto jurídico como el de
“crimen contra la humanidad”. Ahí hubo un acontecimiento “performativo” de
una envergadura aún difícil de interpretar.
Incluso cuando palabras como “crimen contra la humanidad”
circulan ahora en el lenguaje corriente. Este acontecimiento mismo fue
producido y autorizado por una comunidad internacional en una fecha y según
una figura determinadas de su historia. Ésta se entrelaza, pero no se
confunde, con la historia de una reafirmación de los derechos del hombre, de
una nueva Declaración de los derechos del hombre. Esta especie de mutación ha
estructurado el espacio teatral en el que se juega -sinceramente o no- el
gran perdón, la gran escena de arrepentimiento que nos ocupa. A menudo tiene
los rasgos, en su teatralidad misma, de una gran convulsión -nos atreveríamos
a decir ¿de una compulsión frenética?-. No: responde también, felizmente, a
un “buen” movimiento. Pero el simulacro, el ritual automático, la hipocresía,
el cálculo o la caricatura a menudo son de la partida, y se invitan como parásitos
a esta ceremonia de la culpabilidad. He ahí toda una humanidad sacudida por
un movimiento que pretende ser unánime, he ahí un género humano que
pretendería acusarse repentinamente, y públicamente, y espectacularmente, de
todos los crímenes efectivamente cometidos por él mismo contra él mismo,
“contra la humanidad”. Porque si comenzáramos a acusarnos, pidiendo perdón,
de todos los crímenes del pasado contra la humanidad, no quedaría ni un
inocente sobre la Tierra -y por lo tanto nadie en posición de juez o de
árbitro-. Todos somos los herederos, al menos, de personas o de
acontecimientos marcados, de modo esencial, interior, imborrable, por
crímenes contra la humanidad. A veces esos acontecimientos, esos asesinatos
masivos, organizados, crueles, que pueden haber sido revoluciones, grandes
Revoluciones canónicas y “legítimas”, fueron los que permitieron la
emergencia de conceptos como ‘derechos del hombre’ o ‘crimen contra la
humanidad’.
Ya se vea en esto un inmenso progreso, una mutación
histórica, ya un concepto todavía oscuro en sus límites, y de cimientos
frágiles (y puede hacerse lo uno y lo otro a la vez -me inclinaría a esto,
por mi parte-), no se puede negar este hecho: el concepto de “crimen contra
la humanidad” sigue estando en el horizonte de toda la geopolítica del
perdón. Le provee su discurso y su legitimación. Tome el ejemplo sobrecogedor
de la comisión Verdad y Reconciliación en Sudáfrica. Sigue siendo único pese
a las analogías, sólo analogías, de algunos precedentes sudamericanos, en
Chile principalmente. Y bien, lo que ha dado su justificación última, su
legitimidad declarada a esta Comisión, es la definición del apartheid como
“crimen contra la humanidad” por la comunidad internacional en su
representación en la ONU.
Esa convulsión de la que hablaba tomaría hoy el sesgo de
una conversión. Una conversión de hecho y tendencialmente universal: en vías
de mundialización. Porque si, como creo, el concepto de crimen contra la
humanidad rige la acusación de esta autoacusación, de este arrepentimiento y
de este perdón solicitado; si, por otra parte, una sacralidad de lo humano
puede por sí sola, en última instancia, justificar este concepto (nada peor,
en esta lógica, que un crimen contra la humanidad del hombre y contra los
derechos del hombre); si esta sacralidad encuentra su sentido en la memoria
abrahámica de las religiones del Libro y en una interpretación judía, pero
sobre todo cristiana, del “prójimo” o del “semejante”; si, en consecuencia,
el crimen contra la humanidad es un crimen contra lo más sagrado de lo
viviente, y por lo tanto contra lo divino en el hombre, en Dios-hecho-hombre
o el hombre-hecho-Dios-por-Dios (la muerte del hombre y la muerte de Dios
denuncian aquí el mismo crimen), entonces la “mundialización” del perdón
semeja una inmensa escena de confesión en curso, por ende una
convulsión-conversión-confesión virtualmente cristiana, un proceso de
cristianización que ya no necesita de la Iglesia cristiana.
Si, como sugería hace un momento, ese lenguaje atraviesa y
acumula en él potentes tradiciones (la cultura “abrahámica” y la de un
humanismo filosófico, más precisamente de un cosmopolitismo nacido a su vez
de un injerto de estoicismo y de cristianismo paulino), ¿por qué se impone
hoy a culturas que no son originalmente ni europeas ni “bíblicas”? Pienso en
esas escenas donde un primer ministro japonés “pidió perdón” a los coreanos y
a los chinos por las violencias pasadas. Presentó ciertamente sus heartfelt apologies
a título personal, sobre todo sin comprometer al emperador a la cabeza del
Estado, pero un primer ministro compromete siempre más que una persona no
pública. Recientemente hubo verdaderas negociaciones al respecto, esta vez
oficiales y reñidas, entre el gobierno japonés y el gobierno surcoreano.
Estaban en juego reparaciones y una reorientación político-económica. Esas
tratativas apuntaban, como casi siempre ocurre, a producir una reconciliación
(nacional o internacional) propicia a una normalización. El lenguaje del
perdón, al servicio de finalidades determinadas, era cualquier cosa menos
puro y desinteresado. Como siempre en el campo político.
Correré entonces el riesgo de enunciar esta proposición:
cada vez que el perdón está al servicio de una finalidad, aunque ésta sea
noble y espiritual (liberación o redención, reconciliación, salvación), cada
vez que tiende a restablecer una normalidad (social, nacional, política,
psicológica) mediante un trabajo de duelo, mediante alguna terapia o ecología
de la memoria, entonces el “perdón” no es puro, ni lo es su concepto. El
perdón no es, no debería ser, ni normal, ni normativo, ni normalizante. Debería
permanecer excepcional y extraordinario, sometido a la prueba de lo
imposible: como si interrumpiese el curso ordinario de la temporalidad
histórica.
Por lo tanto, habría que interrogar desde este punto de
vista lo que se llama la mundialización y lo que en otra parte propongo apodar la mundialatinización -para tomar en cuenta el efecto de
cristiandad romana que sobredetermina actualmente todo el lenguaje del
derecho, de la política, e incluso la interpretación del llamado “retorno de
lo religioso”-. Ningún presunto desencanto, ninguna secularización llega a
interrumpirlo, muy por el contrario.
Para abordar ahora el concepto mismo de perdón, la lógica
y el sentido común concuerdan por una vez con la paradoja: es preciso, me
parece, partir del hecho de que, sí, existe lo imperdonable. ¿No es en verdad
lo único a perdonar? ¿Lo único que invoca el perdón? Si sólo se estuviera
dispuesto a perdonar lo que parece perdonable, lo que la Iglesia llama el
“pecado venial”, entonces la idea misma de perdón se desvanecería. Si hay algo
a perdonar, sería lo que en lenguaje religioso se llama el pecado mortal, lo
peor, el crimen o el daño imperdonable. De allí la aporía que se puede
describir en su formalidad seca e implacable, sin piedad: el perdón perdona
sólo lo imperdonable. No se puede o no se debería perdonar, no hay perdón, si
lo hay, más que ahí donde existe lo imperdonable. Vale decir que el perdón
debe presentarse como lo imposible mismo. Sólo puede ser posible si es
im-posible. Porque, en este siglo, crímenes monstruosos (“imperdonables”, por
ende) no sólo han sido cometidos -lo que en sí mismo no es quizás tan nuevo-
sino que se han vuelto visibles, conocidos, recordados, nombrados, archivados
por una “conciencia universal” mejor informada que nunca, porque esos
crímenes a la vez crueles y masivos parecen escapar o porque se ha buscado
hacerlos escapar, en su exceso mismo, de la medida de toda justicia humana, y
la invocación al perdón se vio por esto (¡por lo imperdonable mismo,
entonces!) reactivada, re-motivada, acelerada.
Al sancionarse, en 1964, la ley que decidió en Francia la
imprescriptibilidad de los crímenes contra la humanidad, se abrió un debate.
Menciono al pasar que el concepto jurídico de lo imprescriptible no equivale
para nada al concepto no jurídico de lo imperdonable. Se puede mantener la
imprescriptibilidad de un crimen, no poner ningún límite a la duración de una
inculpación o de una acusación posible ante la ley, perdonando al mismo
tiempo al culpable. Inversamente, se puede absolver o suspender un juicio y
no obstante rehusar el perdón. Queda abierta la cuestión de que la
singularidad del concepto de imprescriptibilidad (por oposición a la
“prescripción”, que tiene equivalentes en otros derechos occidentales, por
ejemplo, el norteamericano) responde quizás a que introduce además, como el
perdón o como lo imperdonable, una especie de eternidad o de trascendencia,
el horizonte apocalíptico de un juicio final: en el derecho más allá del
derecho, en la historia más allá de la historia. Éste es un punto crucial y
difícil. En un texto polémico titulado justamente “Lo imprescriptible”, Jankélévitch
declara que no se podría hablar de perdonar crímenes contra la humanidad,
contra la humanidad del hombre: no contra “enemigos” (políticos, religiosos,
ideológicos), sino contra lo que hace del hombre un hombre -es decir, contra
la capacidad misma de perdonar-. De modo análogo, Hegel, gran pensador del
“perdón” y de la “reconciliación”, decía que todo es perdonable salvo el
crimen contra el espíritu, es decir, contra la capacidad reconciliadora del
perdón. Tratándose evidentemente de la Shoá, Jankélévitch insistía sobre todo
en otro argumento, a sus ojos decisivo: menos aún puede hablarse de perdonar,
en este caso, en la medida en que los criminales no han pedido perdón. No reconocieron
su culpa y no manifestaron ningún arrepentimiento. Esto es al menos lo que
sostiene, algo apresuradamente quizás, Jankélévitch.
Ahora bien, yo estaría tentado a recusar esa lógica condicional
del intercambio, esa presuposición tan ampliamente difundida según la cual
sólo se podría considerar el perdón con la condición de que sea pedido, en un
escenario de arrepentimiento que atestiguase a la vez la conciencia de la
falta, la transformación del culpable y el compromiso al menos implícito de
hacer todo para evitar el retorno del mal. Hay ahí una transacción económica que
a la vez confirma y contradice la tradición abrahámica de la que hablamos. Es
importante analizar a fondo la tensión, en el seno de la herencia, entre por
una parte la idea, que es también una exigencia, del perdón incondicional, gratuito,
infinito, aneconómico, concedido al culpable en tanto culpable, sin
contrapartida, incluso a quien no se arrepiente o no pide perdón y, por otra
parte, como lo testimonian gran cantidad de textos, a través de muchas
dificultades y sutilezas semánticas, un perdón condicional, proporcional al
reconocimiento de la falta, al arrepentimiento y a la transformación del
pecador, que pide explícitamente el perdón. Y quien entonces no es ya
decididamente el culpable sino ahora otro, y mejor que el culpable. En esta
medida, y con esta condición, no es ya al culpable como tal a quien se
perdona. Una de las cuestiones indisociables de ésta, y que también me
interesa, atañe entonces a la esencia de la herencia. ¿Qué es heredar cuando
la herencia incluye un mandato a la vez doble y contradictorio? Un mandato
que es preciso reorientar, interpretar activamente, performativamente, pero
en la noche, como si debiéramos entonces, sin norma ni criterio
preestablecidos, reinventar la memoria.
Pese a mi admirativa simpatía por Jankélévitch, e incluso
cuando comprendo lo que inspira esta justa cólera, me es difícil seguirlo.
Por ejemplo, cuando multiplica las imprecaciones contra la buena conciencia
de “el alemán” o cuando truena contra el milagro económico del marco y la
obscenidad próspera de la buena conciencia, pero sobre todo cuando justifica
el rehusamiento a perdonar por el hecho, o más bien la alegación, del
no-arrepentimiento. Dice, en resumen: “Si hubieran comenzado, al
arrepentirse, por pedir perdón, hubiéramos podido considerar otorgárselo,
pero no fue ése el caso”. Tuve más dificultad aún en seguirlo aquí en la
medida en que, en lo que él mismo llama un “libro de filosofía”, Le pardon, publicado
anteriormente, Jankélévitch había sido más favorable a la idea de un perdón
absoluto. Reivindicaba entonces una inspiración judía y sobre todo cristiana.
Hablaba incluso de un imperativo de amor y de una “ética hiperbólica”: una
ética, por lo tanto, que iría más allá de las leyes, de las normas o de una
obligación. Ética más allá de la ética, ése es quizá el lugar inhallable del
perdón. Sin embargo, incluso en ese momento -y la contradicción por lo tanto
subsiste- Jankélévitch no llegaba a admitir un perdón incondicional y que
sería entonces concedido incluso a quien no lo pidiera.
Lo central del argumento, en “Lo imprescriptible”, y en la
parte titulada “¿Perdonar?”, es que la singularidad de la Shoá alcanza las
dimensiones de lo inexpiable. Ahora bien, para lo inexpiable no habría perdón
posible, según Jankélévitch, ni siquiera perdón que tuviera un sentido, que
produjera sentido. Porque el axioma común o dominante de la tradición,
finalmente, y a mi modo de ver el más problemático, es que el perdón debe
tener sentido. Y ese sentido debería determinarse sobre una base de
salvación, de reconciliación, de redención, de expiación, diría incluso de
sacrificio. Para Jankélévitch, desde el momento en que ya no se puede punir al
criminal con una “punición proporcional a su crimen” y que, en consecuencia,
el “castigo deviene casi indiferente”, uno se encuentra con “lo inexpiable”
-dice también “lo irreparable” (palabra que Chirac utilizó frecuentemente en
su famosa declaración sobre el crimen contra los judíos durante el régimen de
Vichy: “Francia, ese día, consumaba lo irreparable”). De lo inexpiable o lo
irreparable, Jankélévitch deduce lo imperdonable. Y lo imperdonable, según
él, no se perdona. Este encadenamiento no me parece evidente. Por el motivo
que expuse (¿qué sería un perdón que sólo perdonara lo perdonable?) y porque
esta lógica continúa implicando que el perdón sigue siendo el correlato de un
juicio y la contrapartida de una punición posibles, de una expiación posible,
de lo “expiable”.
Porque Jankélévitch parece entonces dar dos cosas por
sentadas (como Arendt, por ejemplo, en La Condition de l’homme moderne):
1. El perdón debe seguir siendo una posibilidad humana -insisto
sobre estas dos palabras y sobre todo sobre ese rasgo antropológico que
decide acerca de todo (porque siempre se tratará, en el fondo, de saber si el
perdón es una posibilidad o no, incluso una facultad, en consecuencia un “yo
puedo” soberano, y un poder humano o no).
2. Esta posibilidad humana es el correlato de la
posibilidad de punir -no de vengarse, evidentemente, lo que es otra cosa, a
la que el perdón es más ajeno aún, sino de punir según la ley-. “El castigo”,
dice Arendt, “tiene en común con el perdón que trata de poner término a algo
que, sin intervención, podría continuar indefinidamente. Es entonces muy
significativo, es un elemento estructural del dominio de los asuntos humanos [bastardillas
de JD], que los hombres sean incapaces de perdonar lo que no pueden punir, y
que sean incapaces de punir lo que se revela imperdonable.”
En “L’imprescriptible”, por lo tanto, y no en Le pardon, Jankélévitch
se instala en este intercambio, en esta simetría entre punir y perdonar: el
perdón ya no tendría sentido allí donde el crimen ha devenido, como la Shoá,
“inexpiable”, “irreparable”, fuera de toda medida humana. “El perdón ha
muerto en los campos de la muerte”, dice. Sí. A menos que sólo se vuelva
posible a partir del momento en que parece imposible. Su historia comenzaría,
por el contrario, con lo imperdonable.
Si insisto en esta contradicción en el seno de la herencia
y en la necesidad de mantener la referencia a un perdón incondicional y
aneconómico, es decir, más allá del intercambio e incluso del horizonte de
una redención o una reconciliación, no lo hago por purismo ético o
espiritual. Si digo: “Te perdono con la condición de que, al pedir perdón,
hayas cambiado y ya no seas el mismo”, ¿acaso te perdono?; ¿qué es lo que
perdono? y ¿a quién?; ¿qué perdono y a quién?; ¿perdono algo o perdono a
alguien?
Primera ambigüedad sintáctica, por otra parte, que debería
detenernos largo rato; entre “¿a quién?” y “¿qué?”. ¿Se perdona algo, un
crimen, una falta, un daño, es decir un acto o un momento que no agota la
persona incriminada y, en último análisis, no se confunde con el culpable que
sigue siendo por lo tanto irreductible a ese algo? ¿O bien se perdona a
alguien, absolutamente, no marcando ya entonces el límite entre el daño, el
momento de la falta, y la persona que se tiene por responsable o culpable? Y
en este último caso (pregunta “¿a quién se perdona?”), ¿se pide perdón a la
víctima o a algún testigo absoluto, a Dios, por ejemplo a determinado Dios
que prescribió que perdonáramos al otro (hombre) para merecer a su vez ser
perdonados? (La Iglesia de Francia pidió perdón a Dios, no se arrepintió
directamente o solamente ante los hombres, o ante las víctimas -por ejemplo,
la comunidad judía, a la que sólo tomó como testigo, pero públicamente, es
verdad, del perdón pedido realmente a Dios, etc.-.) Debo dejar abiertas estas
inmensas cuestiones.
Imaginemos que perdono con la condición de que el culpable
se arrepienta, se enmiende, pida perdón y por lo tanto sea transformado por
un nuevo compromiso, y que desde ese momento ya no sea en absoluto el mismo
que aquel que se hizo culpable. En ese caso, ¿se puede todavía hablar de un
perdón? Sería demasiado fácil, de los dos lados: se perdonaría a otro
distinto del culpable mismo. Para que exista perdón, ¿no es preciso, por el
contrario, perdonar tanto la falta como al culpable en tanto tales, allí
donde una y otro permanecen, tan irreversiblemente como el mal, como el mal
mismo, y serían capaces de repetirse, imperdonablemente, sin transformación,
sin mejora, sin arrepentimiento ni promesa? ¿No se debe sostener que un
perdón digno de ese nombre, si existe alguna vez, debe perdonar lo
imperdonable, y sin condiciones? Esta incondicionalidad está también inscrita
-como su contrario, a saber, la condición del arrepentimiento- en “nuestra”
herencia, aun cuando esta pureza radical puede parecer excesiva, hiperbólica,
loca. Porque si digo, tal como lo pienso, que el perdón es loco, y que debe
seguir siendo una locura de lo imposible, no es ciertamente para excluirlo o
descalificarlo. Es tal vez incluso lo único que arribe, que sorprenda, como
una revolución, el curso ordinario de la historia, de la política y del
derecho. Porque esto quiere decir que sigue siendo heterogéneo al orden de lo
político o de lo jurídico tal como se los entiende comúnmente. Jamás se
podría, en ese sentido corriente de las palabras, fundar una política o un
derecho sobre el perdón. En todas las escenas geopolíticas de las que hablábamos,
se abusa de la palabra “perdón”. Porque siempre se trata de negociaciones más
o menos declaradas, de transacciones calculadas, de condiciones y, como diría
Kant, de imperativos hipotéticos. Estas maniobras pueden ciertamente parecer
honorables. Por ejemplo, en nombre de la “reconciliación nacional”, expresión
a la que De Gaulle, Pompidou y Mitterrand han recurrido en el momento en que
creyeron tener que asumir la responsabilidad de borrar las deudas y los
crímenes del pasado, bajo la Ocupación o durante la guerra de Argelia. En
Francia, los más altos responsables políticos adoptaron por lo regular el
mismo lenguaje: es preciso proceder a la reconciliación por la amnistía y
reconstituir así la unidad nacional. Es un leitmotiv de la retórica de todos
los jefes de Estado y primeros ministros franceses desde la Segunda Guerra
Mundial, sin excepción. Fue literalmente el lenguaje de los que, tras el
primer momento de depuración, decidieron la gran amnistía de 1951 para los
crímenes cometidos bajo la Ocupación. Una noche, en un documental de archivo,
escuché a M. Cavaillet decir, lo cito de memoria, que siendo entonces
parlamentario, había votado por la ley de amnistía de 1951 porque era
preciso, decía, “saber olvidar”; tanto más cuanto que en aquel momento
-Cavaillet insistía duramente en ello-, el peligro comunista se vivía como lo
más urgente. Había que hacer reingresar en la comunidad nacional a todos los
anticomunistas que, colaboracionistas unos años antes, corrían el riesgo de verse
excluidos del campo político por una ley demasiado severa y por una
depuración demasiado poco olvidadiza. Reconstruir la unidad nacional
significaba rearmarse de todas las fuerzas disponibles en un combate que
continuaba, esta vez en tiempos de paz o de la llamada guerra fría. Siempre
hay un cálculo estratégico y político en el gesto generoso de quien ofrece la
reconciliación o la amnistía, y es necesario integrar siempre este cálculo en
nuestros análisis. “Reconciliación nacional”, ése fue también, como dije, el
lenguaje explícito de De Gaulle cuando volvió por primera vez a Vichy y
pronunció allí un famoso discurso sobre la unidad y la unicidad de Francia;
ése fue literalmente el discurso de Pompidou, que habló también, en una
famosa conferencia de prensa, de “reconciliación nacional” y de división
superada cuando indultó a Touvier; ése fue también el lenguaje de Mitterrand
cuando sostuvo, en varias ocasiones, que él era garante de la unidad
nacional, y muy precisamente cuando rehusó declarar la culpabilidad de
Francia bajo el régimen de Vichy (al que calificaba, como usted sabe, de
poder no-legítimo o no-representativo, apropiado por una minoría de
extremistas, mientras que sabemos que la cosa es más complicada, y no sólo
desde el punto de vista formal y legal, pero dejemos esto). Inversamente,
cuando el cuerpo de la nación puede soportar sin riesgo una división menor o
ver incluso su unidad reforzada por procesos, por aperturas de archivos, por
“levantamientos de represión”, entonces otros cálculos dictan hacer justicia
en forma más rigurosa y más pública a lo que se llama el “deber de memoria”.
Siempre el mismo desvelo: actuar de modo que la nación
sobreviva a sus discordias, que los traumatismos cedan al trabajo de duelo, y
que el Estado-nación no se vea ganado por la parálisis. Pero aun ahí donde se
lo podría justificar, ese imperativo “ecológico” de la salud social y
política no tiene nada que ver con el “perdón” de que se habla en ese caso
muy ligeramente. El perdón no corresponde, jamás debería corresponder, a una
terapia de la reconciliación. Volvamos al notable ejemplo de Sudáfrica.
Todavía en prisión, Mandela sintió el deber de asumir él mismo la decisión de
negociar el principio de un procedimiento de amnistía. Para permitir sobre
todo el regreso de los exiliados del Congreso Nacional Africano. Y con miras
a una reconciliación nacional sin la cual el país hubiera sido barrido a
sangre y fuego por la venganza. Pero igual que la absolución, el
sobreseimiento, e incluso el “indulto” (excepción jurídico-política de la que
volveremos a hablar), tampoco la amnistía significa el perdón. Ahora bien,
cuando Desmond Tutu fue nombrado presidente de la Comisión Verdad y Reconciliación,
cristianizó el lenguaje de una institución destinada a tratar únicamente
crímenes de motivación “política” (problema enorme que renuncio a tratar
aquí, como renuncio a analizar la compleja estructura de la mencionada
comisión, en sus relaciones con las otras instancias judiciales y
procedimientos penales que debían seguir su curso). Con tanta buena voluntad
como confusión, me parece, Tutu, arzobispo anglicano, introduce el
vocabulario del arrepentimiento y del perdón. Esto le fue reprochado, además,
y entre otras cosas, por una parte no cristiana de la comunidad negra. Sin
hablar de los peligrosos riesgos de traducción que aquí sólo puedo mencionar
pero que, como el recurso al lenguaje mismo, atañen también al segundo
aspecto de su pregunta: la escena del perdón, ¿es una confrontación personal
o bien apela a alguna mediación institucional? (Y el lenguaje mismo, la
lengua, es aquí una primera institución mediadora.) En principio, entonces,
siempre para seguir una concepción de la tradición abrahámica, el perdón debe
comprometer dos singularidades: el culpable (el “perpetrator”, como se dice
en Sudáfrica) y la víctima. Desde el momento en que interviene un tercero se
puede a lo sumo hablar de amnistía, de reconciliación, de reparación, etc.
Pero ciertamente no de perdón puro, en sentido estricto. El estatuto de la Comisión
Verdad y Reconciliación es sumamente ambiguo en este asunto, como el discurso
de Tutu, que oscila entre una lógica no penal y no reparadora del “perdón”
(la llama “restauradora”) y una lógica judicial de la amnistía. Se debería
analizar con más detalle la inestabilidad equívoca de todas esas
autointerpretaciones.
Gracias a una confusión entre el orden del perdón y el
orden de la justicia -pero abusando tanto de su heterogeneidad como del hecho
de que el tiempo del perdón escapa del proceso judicial-, siempre es posible
remedar el escenario del perdón “inmediato” y casi automático para escapar de
la justicia. La posibilidad de este cálculo está siempre abierta y se podrían
dar muchos ejemplos. Y contraejemplos. Así, Tutu cuenta que un día una mujer
negra atestigua ante la Comisión. Su marido había sido asesinado por policías
torturadores. Ella habla en su lengua, una de las once lenguas oficialmente
reconocidas por la Constitución. Tutu la interpreta y la traduce más o menos
así, en su idioma cristiano (anglo-anglicano): “Una comisión o un gobierno no
puede perdonar. Sólo yo, eventualmente, podría hacerlo. (And I am rot ready to
forgive.) Y no estoy dispuesta a perdonar -o lista para perdonar-”. Palabras
muy difíciles de entender. Esta mujer víctima, esta mujer de víctima[iii]
quería seguramente recordar que el cuerpo anónimo del Estado o de una
institución pública no puede perdonar. No tiene ni el derecho ni el poder de
hacerlo; y eso no tendría además ningún sentido. El representante del Estado
puede juzgar, pero el perdón no tiene nada que ver con el juicio, justamente.
Ni siquiera con el espacio público o político. Incluso si el perdón fuera
“justo”, lo sería de una justicia que no tiene nada que ver con la justicia
judicial, con el derecho. Hay tribunales de justicia para eso, y esos
tribunales jamás perdonan, en el sentido estricto de este término. Esta mujer
quería tal vez sugerir otra cosa: si alguien tiene alguna calificación para
perdonar, es sólo la víctima y no una institución tercera. Porque por otra
parte, incluso si esta esposa también era una víctima, de todos modos, la
víctima absoluta, si se puede decir así, seguía siendo su marido muerto. Sólo
el muerto hubiera podido, legítimamente, considerar el perdón. La
sobreviviente no estaba dispuesta a sustituir abusivamente al muerto. Inmensa
y dolorosa experiencia del sobreviviente: ¿quién tendría el derecho de
perdonar en nombre de víctimas desaparecidas? Éstas están siempre ausentes,
en cierta manera. Desaparecidas por esencia, nunca están ellas mismas
absolutamente presentes, en el momento del perdón invocado, como las mismas,
las que fueron en el momento del crimen; y a veces están ausentes en su
cuerpo, incluso a menudo muertas.
Vuelvo un instante al equívoco de la tradición. A veces el
perdón (concedido por Dios o inspirado por la prescripción divina) debe ser
un don gratuito, sin intercambio e incondicional; a veces, requiere, como
condición mínima, el arrepentimiento y la transformación del pecador. ¿Qué
consecuencia resulta de esta tensión? Al menos ésta, que no simplifica las
cosas: si nuestra idea del perdón se derrumba desde el momento en que se la
priva de su polo de referencia absoluto, a saber, de su pureza incondicional,
no obstante continúa siendo inseparable de lo que le es heterogéneo, a saber,
el orden de las condiciones, el arrepentimiento, la transformación, cosas
todas que le permiten inscribirse en la historia, el derecho, la política, la
existencia misma. Estos dos polos, el incondicional y el condicional, son
absolutamente heterogéneos y deben permanecer irreductibles uno al otro. Sin
embargo, son indisociables: si se quiere, y si es preciso, que el perdón
devenga efectivo, concreto, histórico, si se quiere que venga, que tenga
lugar cambiando las cosas, es necesario que su pureza se comprometa en una
serie de condiciones de todo tipo (psico-sociológicas, políticas, etc.). Es
entre esos dos polos, irreconciliables pero indisociables, donde deben
tomarse las decisiones y las responsabilidades. Pero pese a todas las
confusiones que reducen el perdón a la amnistía o a la amnesia, a la
absolución o a la prescripción, al trabajo de duelo o a alguna terapia
política de reconciliación, en suma a alguna ecología histórica, jamás habría
que olvidar que todo esto se refiere a una cierta idea del perdón puro e incondicional,
sin la cual este discurso no tendría el menor sentido. Lo que complica la
cuestión del “sentido” es nuevamente esto, como lo sugería recién: el perdón
puro e incondicional, para tener su sentido estricto, debe no tener ningún
“sentido”, incluso ninguna finalidad, ninguna inteligibilidad. Es una locura
de lo imposible. Habría que seguir ocupándose sin descanso de las
consecuencias de esta paradoja o aporía.
Lo que se denomina el derecho de gracia es un ejemplo de
esto, a la vez un ejemplo entre otros y el modelo ejemplar. Porque si es
verdad que el perdón debería permanecer heterogéneo al orden
jurídico-político, judicial o penal; si es verdad que debería cada vez, en
cada caso, seguir siendo una excepción absoluta, hay una excepción a esta ley
de excepción, en cierto modo, y es justamente, en Occidente, esa tradición
teológica que concede al soberano un derecho exorbitante. Porque el derecho
de gracia es precisamente, como su nombre lo indica, del orden del derecho,
pero de un derecho que inscribe en las leyes un poder por encima de las
leyes. El monarca absoluto de derecho divino puede indultar a un criminal, es
decir, practicar, en nombre del Estado, un perdón que trasciende y neutraliza
el derecho. Derecho por encima del derecho. Como la idea de soberanía misma,
este derecho de gracia fue readaptado en la herencia republicana. En algunos
Estados modernos de tipo democrático, como Francia, se diría que ha sido
secularizado (si esta palabra tuviera un sentido fuera de la tradición
religiosa que mantiene, aunque pretenda sustraerse a ella). En otros, como
los Estados Unidos, la secularización no es siquiera un simulacro, puesto que
el presidente y los gobernadores, que tienen el derecho de gracia (pardon, clemency),
prestan ante todo juramento sobre la Biblia, sostienen discursos oficiales de
tipo religioso e invocan el nombre o la bendición de Dios cada vez que se
dirigen a la nación. Lo que importa en esta excepción absoluta que es el
derecho de gracia, es que la excepción del derecho, la excepción al derecho
está situada en la cúspide o en el fundamento de lo jurídico-político. En el
cuerpo del soberano, encarna lo que funda, sostiene o erige, en lo más alto,
con la unidad de la nación, la garantía de la Constitución, las condiciones y
el ejercicio del derecho. Como siempre ocurre, el principio trascendental de
un sistema no pertenece al sistema. Le es extraño como una excepción.
Sin discutir el principio de este derecho de gracia, por
más “elevado” que sea, por más noble pero también más “escurridizo” y más
equívoco, más peligroso, más arbitrario que sea, Kant recuerda la estricta
limitación que habría que imponerle para que no diera lugar a las peores
injusticias: que el soberano sólo pueda indultar ahí donde el crimen lo
afecta a él mismo (y afecta por lo tanto, en su cuerpo, la garantía misma del
derecho, del Estado de derecho y del Estado). Como en la lógica hegeliana de
la que hablábamos antes, sólo es imperdonable el crimen contra lo que da el
poder de perdonar, el crimen contra el perdón, en definitiva -el espíritu
según Hegel, y lo que él llama “el espíritu del cristianismo”-, pero es
justamente esto imperdonable, y sólo esto imperdonable, lo que el soberano
tiene todavía el derecho de perdonar, y solamente cuando “el cuerpo del rey”,
en su función soberana, es afectado a través del otro “cuerpo del rey”, que
es aquí lo “mismo”, el cuerpo de carne, singular y empírico. Fuera de esta
excepción absoluta, en todos los demás casos, en cualquier parte donde los
daños afecten a los sujetos mismos, es decir, casi siempre, el derecho de gracia
no podría ejercerse sin injusticia. De hecho, se sabe que siempre es ejercido
por el soberano en forma condicional, en función de una interpretación o de
un cálculo en cuanto a lo que entrecruce un interés particular (el propio o
el de los suyos o de una fracción de la sociedad) y el interés del Estado. Un
ejemplo reciente lo daría Clinton, quien nunca estuvo inclinado a indultar a
nadie y que es un partidario más bien aguerrido de la pena de muerte. Ahora
bien, él llega, utilizando su right to pardon, a indultar a unos
portorriqueños encarcelados desde hacía tiempo por terrorismo. Pues bien, los
republicanos no dejaron de cuestionar este privilegio absoluto del Ejecutivo,
acusando al Presidente de haber querido así ayudar a Hillary Clinton en su
próxima campaña electoral en Nueva York, donde, como sabemos, los
puertorriqueños son muchos.
En el caso a la vez excepcional y ejemplar del derecho de
gracia, allí donde lo que excede lo jurídico-político se inscribe, para
fundarlo, en el derecho constitucional, hay y no hay ese encuentro o esa
confrontación personal, y del cual puede pensarse que es exigido por la
esencia misma del perdón. Ahí donde éste debería sólo comprometer
singularidades absolutas, no puede manifestarse en cierta forma sin apelar al
tercero, a la institución, al carácter de social, a la herencia
transgeneracional, al sobreviviente en general; y ante todo a esa instancia
universalizante que es el lenguaje. ¿Puede haber ahí, de una o de otra parte,
un escenario de perdón sin un lenguaje compartido? No se comparte sólo una
lengua nacional o un idioma, sino un acuerdo sobre el sentido de las
palabras, sus connotaciones, la retórica, la orientación de una referencia,
etc. Ésa es otra forma de la misma aporía: cuando la víctima y el culpable no
comparten ningún lenguaje, cuando nada común y universal les permite
entenderse, el perdón parece privado de sentido, uno se encuentra
precisamente con lo imperdonable absoluto, con esa imposibilidad de perdonar
de la que decíamos sin embargo hace un momento que era, paradójicamente, el
elemento mismo de cualquier perdón posible. Para perdonar es preciso por un
lado que ambas partes se pongan de acuerdo sobre la naturaleza de la falta,
saber quién es culpable de qué mal hacia quién, etc. Cosa ya muy improbable.
Porque imagínese lo que una “lógica del inconsciente” vendría a perturbar en
ese “saber”, y en todos los esquemas en que detenta no obstante una “verdad”.
Imaginemos además lo que pasaría cuando la misma perturbación hiciera temblar
todo, cuando llegara a repercutir en el “trabajo del duelo”, en la “terapia”
de la que hablábamos, y en el derecho y en la política. Porque si un perdón
puro no puede -no debe- presentarse como tal, exhibirse por lo tanto en el
teatro de la conciencia sin, en el mismo acto, negarse, mentir o reafirmar
una soberanía, ¿cómo saber lo que es un perdón -si algún día tiene lugar-, y
quién perdona a quién, o qué a quién? Porque por otro lado, si es preciso,
como decíamos recién, que ambas partes se pongan de acuerdo sobre la
naturaleza de la falta, saber, a conciencia, quién es culpable de qué mal
hacia quién, etc., y esto sigue siendo muy improbable, lo contrario también
es verdad. Al mismo tiempo, es preciso efectivamente que la alteridad, la
no-identificación, la incomprensión misma permanezcan irreductibles. El
perdón es, por lo tanto, loco, debe hundirse, pero lúcidamente, en la noche
de lo ininteligible. Llamemos a esto lo inconsciente o la no-conciencia, como
usted prefiera. Desde que la víctima “comprende” al criminal, desde que
intercambia, habla, se entiende con él, la escena de la reconciliación ha
comenzado, y con ella ese perdón usual que es cualquier cosa menos un perdón.
Aun si digo “no te perdono” a alguien que me pide perdón, pero a quien
comprendo y me comprende, entonces ha comenzado un proceso de reconciliación,
el tercero ha intervenido. Pero se acabó el asunto del perdón puro.
M. W. En las situaciones más terribles, en África, en
Kosovo, ¿no se trata, precisamente, de una barbarie de proximidad, donde el
crimen se produce entre personas que se conocen? ¿El perdón no implica lo
imposible: estar al mismo tiempo en algo diferente de la situación anterior,
antes del crimen, comprendiendo simultáneamente la situación anterior?
J. Derrida: En lo que usted llama la “situación
anterior” podría haber, en efecto, todo tipo de proximidades: lenguaje,
vecindad, familiaridad, incluso familia, etc. Pero para que el mal surja, el
“mal radical” y quizá peor aún, el mal imperdonable, el único que hace surgir
la cuestión del perdón, es preciso que, en lo más íntimo de esta intimidad,
un odio absoluto venga a interrumpir la paz. Esta hostilidad destructora sólo
puede dirigirse a lo que Lévinas llama el “rostro” del otro, el otro
semejante, el prójimo más próximo, entre el bosnio y el servio, por ejemplo,
dentro del mismo barrio, de la misma casa, a veces de la misma familia. ¿El
perdón debe entonces tapar el agujero? ¿Debe suturar la herida en un proceso
de reconciliación? ¿O bien dar lugar a otra paz, sin olvido, sin amnistía,
fusión o confusión? Por supuesto, nadie se atrevería decentemente a objetar
el imperativo de la reconciliación. Es mejor poner fin a los crímenes y a las
discordias. Pero, una vez más, creo que hay que distinguir entre el perdón y
el proceso de reconciliación, esta reconstitución de una salud o de una
“normalidad”, por necesarias y deseables que puedan parecer a través de las
amnesias, el “trabajo de duelo”, etc. Un perdón “finalizado” no es un perdón,
es sólo una estrategia política o una economía psicoterapéutica. En Argelia
hoy, pese al dolor infinito de las víctimas y el daño irreparable que sufren
para siempre, se puede pensar, ciertamente, que la supervivencia del país, de
la sociedad y del Estado pasa por el anunciado proceso de reconciliación.
Desde este punto de vista se puede “comprender” que un comicio haya aprobado
la política prometida por Bouteflika. Pero creo inapropiada la palabra
“perdón” que fue pronunciada en esa ocasión, en particular por el jefe del
Estado argelino. Me parece injusta a la vez por respeto a las víctimas de
crímenes atroces (ningún jefe de Estado tiene derecho a perdonar en su lugar)
y por respeto al sentido de esta palabra, a la incondicionalidad no
negociable, aneconómica, a-política y no-estratégica que éste prescribe.
Pero, una vez más, ese respeto por la palabra o por el concepto no traduce
solamente un purismo semántico o filosófico. Todo tipo de “políticas”
inconfesables, todo tipo de maniobras estratégicas pueden ampararse
abusivamente tras una “retórica” o una “comedia” del perdón para saltear la
etapa del derecho. En política, cuando se trata de analizar, de juzgar, hasta
de oponerse prácticamente a esos abusos, es de rigor la exigencia conceptual,
incluso allí donde ésta toma en cuenta, embrollándose en ellas y
declarándolas, paradojas o aporías. Ésta es, una vez más, la condición de la
responsabilidad.
M. W. ¿Entonces usted está permanentemente repartido entre
una visión ética “hiperbólica” del perdón, el perdón puro, y la realidad de
una sociedad ocupada en procesos pragmáticos de reconciliación?
J. Derrida: Sí, permanezco “repartido”, como usted
dice tan acertadamente. Pero sin poder, ni querer, ni deber optar. Ambos
polos son irreductibles uno a otro, ciertamente, pero siguen siendo indisociables.
Para modificar el curso de la “política” o de lo que usted acaba de llamar
los “procesos pragmáticos”, para cambiar el derecho (que se encuentra
atrapado entre los dos polos, el “ideal” y el “empírico” -y lo que me
interesa aquí es, entre ambos, esa mediación universalizante, esa historia
del derecho, la posibilidad de ese progreso del derecho-), es necesario
referirse a lo que usted acaba de llamar “visión ética ‘hiperbólica’ del
perdón”. Aunque yo no esté seguro de las palabras “visión” o “ética”, en este
caso, digamos que sólo esta exigencia inflexible puede orientar una historia
de las leyes, una evolución del derecho. Sólo ella puede inspirar, aquí,
ahora, con urgencia, sin esperar, la respuesta y las responsabilidades.
Volvamos a la cuestión de los derechos del hombre, al
concepto de crimen contra la humanidad, pero también de la soberanía. Más que
nunca, esos tres motivos están ligados en el espacio público y en el discurso
político. Aunque a menudo una cierta noción de la soberanía esté positivamente
asociada al derecho de la persona, al derecho a la autodeterminación, al
ideal de emancipación, por cierto a la idea misma de libertad, al principio
de los derechos del hombre, es con frecuencia en nombre de los derechos del
hombre y para castigar o prevenir crímenes contra la humanidad como se llega
a limitar, al menos a pretender limitar, con intervenciones internacionales,
la soberanía de ciertos Estados-nación. Pero de algunos, más que de otros.
Ejemplos recientes: las intervenciones en Kosovo o en Timor oriental, por
otra parte diferentes en su naturaleza y su orientación. (El caso de la
Guerra del Golfo es complicado de modo diferente: se limita hoy la soberanía
de Irak pero después de haber pretendido defender, contra él, la soberanía de
un pequeño Estado -y de paso algunos otros intereses, pero no nos detengamos
en eso-.) Estemos siempre atentos, como Hannah Arendt advierte tan
lúcidamente, al hecho de que esta limitación de soberanía nunca es impuesta
sino ahí donde esto es “posible” (física, militar, económicamente), es decir,
siempre impuesta a pequeños Estados; relativamente débiles, por Estados
poderosos. Estos últimos, celosos de su propia soberanía, limitan la de los
otros. Y pesan además de modo determinante sobre las decisiones de las
instituciones internacionales. Se trata de un orden y de un “estado de hecho”
que pueden ser consolidados al servicio de los “poderosos” o bien, por el
contrario, poco a poco dislocados, puestos en crisis, amenazados por
conceptos (es decir, performativos instituidos, acontecimientos por esencia
históricos y transformables), como el de los nuevos “derechos del hombre” o el
de “crimen contra la humanidad”, por convenciones sobre el genocidio, la
tortura o el terrorismo. Entre las dos hipótesis, todo depende de la política
que recurre a estos conceptos. Pese a sus raíces y sus fundamentos sin edad,
estos conceptos son muy jóvenes, al menos en tanto dispositivos del derecho
internacional. Y cuando, en 1964 -apenas ayer- Francia juzgó oportuno decidir
que los crímenes contra la humanidad seguirían siendo imprescriptibles (decisión
que hizo posibles todos los procesos que usted conoce -ayer incluso el de
Papon-), para eso apeló implícitamente a una especie de más allá del derecho
en el derecho. Lo imprescriptible, como noción jurídica, no es ciertamente lo
imperdonable, acabamos de ver por qué. Pero lo imprescriptible, vuelvo sobre
esto, señala hacia el orden trascendente de lo incondicional, del perdón y de
lo imperdonable, hacia una especie de ahistoricidad, incluso de eternidad y
de Juicio Final que desborda la historia y el tiempo finito del derecho: para
siempre, “eternamente”, en cualquier parte y siempre, un crimen contra la
humanidad será pasible de un juicio, y jamás se borrará su archivo judicial.
Por lo tanto, una cierta idea del perdón y de lo imperdonable, de un cierto
más allá del derecho (de toda determinación histórica del derecho), ha
inspirado a los legisladores y los parlamentarios, los que producen el
derecho, cuando por ejemplo instituyeron en Francia la imprescriptibilidad de
los crímenes contra la humanidad o, en forma más general, cuando transforman
el derecho internacional e instalan tribunales universales. Esto muestra
claramente que, pese a su apariencia teórica, especulativa, purista,
abstracta, toda reflexión sobre una exigencia incondicional está
anticipadamente comprometida, y por completo, en una historia concreta. Ésta
puede inducir procesos de transformación -política, jurídica-verdaderamente
sin límite.
Dicho esto, puesto que usted me señalaba hasta qué punto
estoy “repartido” ante estas dificultades aparentemente insolubles, estaría
tentado de dar dos tipos de respuesta. Por un lado, hay, debe haber, es
preciso aceptarlo, algo “insoluble”. En política y más allá. Cuando los datos
de un problema o de una tarea no aparecen como infinitamente contradictorios,
ubicándome ante la aporía de una doble inyunción, entonces sé anticipadamente
lo que hay que hacer, creo saberlo, ese saber organiza y programa la acción:
está hecho, ya no hay decisión ni responsabilidad que asumir. Un cierto
no-saber debe, por el contrario, dejarme desvalido ante lo que tengo que
hacer para que tenga que hacerlo, para que me sienta libremente obligado a
ello y sujeto a responder. Debo entonces, y sólo entonces, hacerme
responsable de esta transacción entre dos imperativos contradictorios e
igualmente justificados. No es que haga falta no saber. Al contrario, es
preciso saber lo más posible y de la mejor manera posible, pero entre el
saber más extenso, el más sutil, el más necesario, y la decisión responsable,
sigue habiendo y debe seguir habiendo un abismo. Volvemos a encontrar aquí la
distinción de los dos órdenes (indisociables pero heterogéneos) que nos
preocupa desde el comienzo de esta entrevista. Por otro lado, si llamamos
“política” a lo que usted designa “procesos pragmáticos de reconciliación”,
entonces, tomando al mismo tiempo seriamente esas urgencias políticas, creo
también que no estamos definidos por completo por la política, y sobre todo
tampoco por la ciudadanía, por la pertenencia estatutaria a un Estado-nación.
¿No debemos aceptar que, en el corazón o en la razón, sobre todo cuando se
trata del “perdón”, algo arriva que excede toda institución, todo poder, toda
instancia jurídico-política? Se puede imaginar que alguien, víctima de lo
peor, en sí mismo, en los suyos, en su generación o en la precedente, exija
que se haga justicia, que los criminales comparezcan, sean juzgados y
condenados por un tribunal y, sin embargo, en su corazón perdone.
M. W. ¿Y lo inverso?
J. Derrida: Lo inverso también, por supuesto. Se
puede imaginar, y aceptar, que alguien no perdone jamás, incluso después de
un procedimiento de absolución o de amnistía. El secreto de esta experiencia
perdura. Debe permanecer intacto, inaccesible al derecho, a la política, a la
moral misma: absoluto. Pero yo haría de este principio transpolítico un
principio político, una regla o una toma de posición política: también es
necesario, en política, respetar el secreto, lo que excede lo político o lo
que ya no depende de lo jurídico. Es lo que llamaría la “democracia por
venir”. En el mal radical del que hablamos y en consecuencia en el enigma del
perdón de lo imperdonable, hay una especie de “locura” que lo
jurídico-político no puede abordar, menos aún apropiarse. Imaginemos una
víctima del terrorismo, una persona cuyos hijos han sido degollados o
deportados, u otra cuya familia ha muerto en un horno crematorio. Sea que
ella diga “perdono” o “no perdono”, en ambos casos, no estoy seguro de
comprender, incluso estoy seguro de no comprender, y en todo caso no tengo
nada que decir. Esta zona de la experiencia permanece inaccesible y debo
respetar ese secreto. Lo que queda por hacer, luego, públicamente,
políticamente, jurídicamente, también sigue siendo difícil. Retomemos el ejemplo
de Argelia. Comprendo, comparto incluso el deseo de los que dicen: “Hay que
hacer la paz, este país debe sobrevivir, basta ya, esos asesinatos
monstruosos, hay que hacer lo necesario para que esto se detenga”, y si para
eso es necesario falsear hasta la mentira o la confusión (como cuando
Bouteflika dice: “Vamos a liberar a los prisioneros políticos que no tienen
las manos ensangrentadas”), pues bien, vaya por esta retórica abusiva, no
habrá sido la primera en la historia reciente, menos reciente y sobre todo
colonial de este país. Comprendo por lo tanto esta “lógica”, pero también
comprendo la lógica opuesta, que rechaza a toda costa, y por principio, esta
útil mistificación. Pues bien, ése es el momento de la mayor dificultad, la
ley de la transacción responsable. Según las situaciones y según los
momentos, las responsabilidades a asumir son diferentes. No debería hacerse,
me parece, en la Francia de hoy, lo que se aprestan a hacer en Argelia. La
sociedad francesa de hoy puede permitirse sacar a la luz, con un rigor
inflexible, todos los crímenes del pasado (incluso los que se prolongan en
Argelia, precisamente -y esto no ha terminado todavía-, puede juzgarlos y no
dejar que se adormezca la memoria. Hay situaciones donde, por el contrario,
es necesario, si no adormecer la memoria (esto no habría que hacerlo jamás,
si fuera posible), al menos hacer como si, en el escenario público, se
renunciase a sacar todas las consecuencias de esto. Nunca estamos seguros de
hacer la elección justa -uno nunca sabe, nunca lo sabrá- de lo que se llama
un saber. El futuro no nos lo hará saber mejor, porque habrá estado
determinado, él mismo, por esa elección. Es ahí donde las responsabilidades
deben reevaluarse a cada instante según las situaciones concretas, es decir, las
que no esperan, las que no nos dan tiempo para la deliberación infinita. La
respuesta no puede ser la misma en Argelia hoy, ayer o mañana, que en la
Francia de 1945, de 1968-1970, o del año 2000. Es más que difícil, es
infinitamente angustiante. Es la noche. Pero reconocer esas diferencias
“contextuales” es algo muy distinto de una renuncia empirista, relativista o
pragmatista. Justamente porque la dificultad surge en nombre y en razón de
principios incondicionales, por lo tanto irreductibles a esas facilidades
(empiristas, relativistas o pragmatistas). En todo caso, yo no reduciría la
terrible cuestión de la palabra “perdón” a esos “procesos” en los que se
encuentra anticipadamente implicada, por complejos e inevitables que éstos
sean.
M. W. Lo que sigue siendo complejo es esta circulación
entre la política y la ética hiperbólica. Pocas naciones escapan al hecho,
quizás fundador, de que ha habido crímenes, violencias, una violencia
fundadora, para hablar como René Girard, y el tema del perdón se vuelve muy
cómodo para justificar, luego, la historia de la nación.
J. Derrida: Todos los Estados-nación nacen y se
fundan en la violencia. Creo irrecusable esta verdad. Sin siquiera exhibir a
este respecto espectáculos atroces, basta con destacar una ley de estructura:
el momento de fundación, el momento instituyente, es anterior a la ley o a la
legitimidad que él instaura. Es, por lo tanto, fuera de la ley, y violento
por eso mismo. Pero usted sabe que se podría “ilustrar” (¡qué palabra, aquí!)
esta verdad abstracta con documentos terroríficos, y procedentes de las
historias de todos los Estados, los más viejos y los más jóvenes. Antes de
las formas modernas de lo que se llama, en sentido estricto, el
“colonialismo”, todos los Estados (me atrevería incluso a decir, sin jugar
demasiado con la palabra y la etimología, todas las culturas) tienen su
origen en una agresión de tipo colonial. Esta violencia fundadora no es sólo
olvidada. La fundación se hace para ocultarla; tiende por esencia a organizar
la amnesia, a veces bajo la celebración y la sublimación de los grandes
comienzos. Ahora bien, lo que parece singular hoy, e inédito, es el proyecto de
hacer comparecer Estados, o al menos jefes de Estado en cuanto tales
(Pinochet), e incluso jefes de Estado en ejercicio (Milosevic) ante
instancias universales. Se trata ahí sólo de proyectos o de hipótesis, pero
esta posibilidad basta para anunciar una mutación: ésta constituye de por sí
un acontecimiento capital. La soberanía del Estado, la inmunidad de un jefe
de Estado ya no son, en principio, en derecho, intangibles. Evidentemente,
subsistirán por largo tiempo muchos equívocos, ante los cuales es necesario
redoblar la vigilancia. Estamos lejos de pasar a los actos y de poner estos
proyectos en marcha, porque el derecho internacional depende todavía
demasiado de Estados-nación soberanos y poderosos. Además, cuando se pasa al
acto, en nombre de derechos universales del Hombre o contra “crímenes contra
la humanidad”, se lo hace a menudo en forma interesada, en consideración de
estrategias complejas y a veces contradictorias, en una situación donde se
depende enteramente de Estados no solamente celosos de su propia soberanía,
sino dominantes en el escenario internacional, apurados por intervenir aquí
más bien o más pronto que allá, por ejemplo en Kosovo más bien que en
Chechenia, para limitarse a ejemplos recientes, etc., y excluyendo, por
supuesto, toda intervención en ellos; de allí por ejemplo la hostilidad de
China a cualquier injerencia de este tipo en Asia, en Timor, por ejemplo
-esto podría dar ideas del lado del Tíbet-; o también de ciertos países
llamados “del Sur”, ante las competencias universales prometidas a la Corte
penal internacional, etcétera.
Volvemos regularmente a esta historia de la soberanía. Y
puesto que hablamos del perdón, lo que hace al “te perdono” a veces
insoportable u odioso, hasta obsceno, es la afirmación de soberanía. Esta se
dirige a menudo de arriba abajo, confirma su propia libertad o se arroga el
poder de perdonar, ya sea como víctima o en nombre de la víctima. Ahora bien,
es necesario además pensar en una victimización absoluta, la que priva a la
víctima de la vida, o del derecho a la palabra, o de esa libertad, de esa
fuerza y ese poder que autorizan, que permiten acceder a la posición del “te
perdono”. Ahí, lo imperdonable consistiría en privar a la víctima de ese
derecho a la palabra, de la palabra misma, de la posibilidad de toda
manifestación, de todo testimonio. La víctima sería entonces víctima, además,
de verse despojada de la posibilidad mínima, elemental, de considerar virtualmente
perdonar lo imperdonable. Este crimen absoluto no adviene solamente en la
figura del asesinato.
Inmensa dificultad, pues. Cada vez que el perdón es
efectivamente ejercido, parece suponer algún poder soberano. Puede ser el
poder soberano de un alma noble y fuerte, pero también un poder de Estado que
dispone de una legitimidad incuestionada, de la potencia necesaria para
organizar un proceso, un juicio aplicable o, eventualmente, la absolución, la
amnistía o el perdón. Si, como lo pretenden Jankélévitch y Arendt (ya he
expresado mis reservas al respecto), sólo se perdona allí donde se podría
juzgar y castigar, por lo tanto evaluar, entonces la instalación, la
institución de una instancia de juicio supone un poder, una fuerza, una
soberanía. Usted conoce el argumento “revisionista”: el tribunal de Nuremberg
era la invención de los vencedores, estaba a su disposición, tanto para
establecer el derecho, juzgar y condenar, como para exculpar, etcétera.
Con lo que sueño, aquello que intento pensar como la
“pureza” de un perdón digno de ese nombre, sería un perdón sin poder: incondicional,
pero sin soberanía. La tarea más difícil, a la vez necesaria y aparentemente
imposible, sería entonces disociar incondicionalidad y soberanía. ¿Se hará
algún día? C’est pas demain la veille, como se dice. Pero, puesto que la hipótesis de esta tarea impresentable se
anuncia, aunque sea como una ilusión para el pensamiento, esta locura no es
quizás tan loca...
Esta entrevista entre Jacques Derrida y Michel Wieviorka fue
publicada con este título en el número 9 de Monde des débats (diciembre de
1999).
Cf. infra “Fe y saber”,
págs. 75-77 y 95.
Habría mucho para decir aquí sobre las diferencias
sexuales, ya se trate de las víctimas o de su testimonio. Tutu cuenta también
cómo algunas mujeres perdonaron en presencia de los victimarios. Pero Antje Krog,
en un libro admirable, The Country of my Skull, describe además la situación
de mujeres militantes que, violadas y ante todo acusadas por los torturadores
de no ser militantes sino rameras, no podían siquiera atestiguarlo ante la
Comisión, ni tampoco en su familia, sin desnudarse, sin mostrar sus cicatrices
o sin exponerse una vez más, por su testimonio mismo, a otra violencia. La
“cuestión del perdón” no podía siquiera plantearse públicamente a estas
mujeres, algunas de las cuales ocupan actualmente altas responsabilidades en
el Estado. En Sudáfrica existe una Gender Commission para este tema.
Del lenguaje familiar, literalmente “no es mañana la
víspera”, para significar “no será en lo inmediato”. [N. de la T.]
|
Fonte:
Sitio creado y actualizado por Horacio PotelAcesso: http://www.jacquesderrida.com.ar/textos/siglo_perdon.htm em 06 de dezembro de 2013
Sitio creado y actualizado por Horacio PotelAcesso: http://www.jacquesderrida.com.ar/textos/siglo_perdon.htm em 06 de dezembro de 2013
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